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Mensaje por The Globalist Sáb Feb 18, 2017 11:59 am

Rusia
Desde hace unas semanas que la gente de las ciudades ya no disfruta como antes. Alguien se ha encargado de esparcir el rumor de que poco tiempo les queda a los presidentes. Algunos festejan, otros ignoran, y otros, mucho más fatalistas, imaginan escenarios desfavorables. Pero aunque esto causó algo de conmoción por su expansión a nivel global, también es verdad que nada ha dado todavía indicios de la veracidad del chisme, por lo que ha perdido fuerza. Los grandes líderes mundiales duermen tranquilos, nada puede perturbarlos, porque saben que tienen a su disposición al ejército… y en eso se equivocan.
Otro lunes comienza en la ciudad de Moscú, el sol ilumina sus calles, pasando por entre las nubes que anuncian chubascos; esos mismos chubascos que las noticias adelantaron la noche anterior. Aquellos que no tienen que trabajar, pasean, desayunando en alguna cafetería, realizando las compras necesarias o llevando a los niños al colegio. En La Plaza Roja la gente entrelaza miradas para después dirigir la vista a un punto en específico. El estruendo se magnifica y todos esperan, nerviosos, para descubrir de qué se trata. Entonces aparece. Sobre el pavimento se mueve un enorme tanque de guerra, un par más pequeños le siguen, y de ambos laterales aparecen agrupaciones de camiones del ejército. El murmullo de los transeúntes es lo único que se puede oír, después varias personas que aparecen de distintos sitios para ver qué sucede. Unos salen de los comercios, otros miran desde las ventanas de los edificios próximos a la plaza. Cuando las puertas de los automóviles estatales se abren y empiezan a descender centenares de militares, todo resulta más confuso. Quizás ciertos civiles pueden llegar a pensar de que se trata de algún espectáculo, pero la mayoría están paralizados, mientras miles de ideas circulan por sus mentes. Varios sacan los móviles y graban todo. El más grande de los tanques se posiciona en el centro del lugar y de él sale un hombre sesentón, con gran cantidad de condecoraciones prendidas de su uniforme. Hace una señal a los militares, que mientras tanto han adoptado posturas regias y le dan la espalda al Gran Palacio de Kremlin, donde se encuentra, por el momento, el presidente.
—Mi nombre es Dimitri Bogdánov, Teniente General de las Fuerzas Terrestres de nuestro país. Invito a todos los presentes a mantener la calma para que podamos llevar a cabo nuestra labor sin inconvenientes —calla unos segundos, oyendo las voces bajas e incesables del pueblo. Tomóa aire y continúa—. Señor presidente, sabemos que está ahí —dice dirigiéndose a la imponente edificación del otro lado del muro del patíbulo—. Alekséi Navalny, si no se presenta ante nosotros y dimite frente a estos civiles, nos veremos obligados a tomar medidas menos diplomáticas.
Tras medio minuto de espera, del lado del Palacio no hay respuesta, ni signos de vida. Pero está allí. Navalny está encerrado en la seguridad de la residencia, junto con la mayoría de sus funcionarios, que han sido reunidos por el mismísimo Alekséi sin un motivo especificado sino como urgencia administrativa. La tensión del exterior lucha con la del interior por cual es más palpable. Con las palabras de Bogdánov, gana la primera:
—Si no recibimos una respuesta favorable dentro del próximo minuto, abriremos fuego. No haga de este un día trágico.
—¿¡Cómo sabe que está ahí!? —Se escucha a lo lejos. Proviene de un hombre que ronda los cuarenta años. Alto, bien afeitado y de voz gruesa. Se gana el escrutinio de la mirada del teniente, y muchos civiles apoyan su pregunta, bien repitiéndola, bien asintiendo con la cabeza. El nerviosismo es ahora un sentimiento común entre la gente que no tiene nada que ver con el ejército. No pueden salir de la Plaza, porque cada entrada está rodeada por militares. Las calles principales y que rodean Kremlin están custodiadas por más soldados. El más mínimo movimiento puede ocasionar el pánico. Las personas prefieren aguantar la respiración el mayor tiempo posible. O quizás es que se han olvidado de cómo respirar.
—Él está ahí. —Responde. Y pasado el minuto, cumple con su amenaza. Bogdánov sólo levanta la mano y apunta, haciendo que los reclutas hagan lo mismo pero con sus armas. En cuestión de segundos, acribillan el edificio en el que el máximo mandatario se refugia. Derriban puertas y paredes con los tanques y entran, tiñendo de carmesí el palacio. La gente, fuera, corre de un lado a otro del patíbulo, forcejeando con los militares en un intento por salir de allí y refugiarse en sus hogares, de encontrarse con sus familias. Los negocios y edificios cercanos quedan pronto abaratados de personas que buscan cobijo. Muchos hombres y mujeres corren, atravesando sin querer la línea de fuego, o siendo asesinados por funcionarios del ejército, al desobedecer órdenes, o pelear en un momento de frenesí y rebeldía. Todo queda cubierto en una humareda después de que los disparos y los gritos cesan. El silencio es sepulcral, nadie tiene ya el valor de respirar, sienten que el simple hecho de hacerlo podría conllevar la muerte. El pitido en sus oídos parece que no vaya a parar jamás, pero para cuando lo hace, el humo empieza a dispersarse. Recuperan visión y audición, pero desean no haberlo hecho. Los cuerpos de adultos, así como también de algunos niños y ancianos, están tumbados sobre charcos de sangre. Navalny es traído ante la expectación aterrorizada de la gente y allí mismo, frente a los ojos civiles que no saben si cerrarse o llenarse morbo, es ejecutado por Dimitri Bogdánov y, tras él, sus aliados políticos. Desde una ventana lejana, su antecesor mira con parsimonia. El teniente limpia su pistola con un pañuelo blanco. Y la Plaza Roja, ahora, está más roja que de costumbre.
Lunes 26 de noviembre de 2018





Última edición por The Globalist el Vie Jul 07, 2017 7:22 am, editado 4 veces
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Mensaje por The Globalist Sáb Feb 18, 2017 11:59 am

Estados Unidos
Los funcionarios cruzan miradas dentro de la Casa Blanca. El edificio no será destruido por los cañones por su importancia histórica, y porque los militares lo aprecian, pero si no queda otra opción, derrumbarán la puerta principal. Trump está sentado en el Despacho Oval, escribiendo lo que sería su nota de despedida. Sabe, por lo que ha visto, que aunque se rinda, el ejército lo eliminará. Y la gente espera eso con ansias, con temor, escondidos en sus casas, observando todo desde las ventanas, tras las cortinas. La alarma mundial se instauró hace dos días, cuando Rusia fue tomada por los soldados. El rumor, que muchos habían descartado, ya no es rumor; es realidad.
—¡Presidente, es la última advertencia!
El megáfono transmite con claridad el mensaje. Tras unos cuantos segundos, el estruendo de la puerta cayendo se camufla con los gritos de los ministros. Trump firma con gracia su carta, con receptor generalizado, “para las futuras generaciones”, reza el frente del sobre en el que la guarda. La estampa oficial sobre el mismo, sellado hasta que alguien lo abra. Con la punta del abrecartas levanta un poco la alfombra e introduce el sobre bajo la misma, empujándolo como puede. Se levanta, pisa para que no se note que está despegada y deja el utensilio sobre el escritorio. Acaricia el Resolute con la nostalgia que lleva instalada en su cabeza desde hace horas. Y se sienta en su sillón, esperando su fin. Al entrar los militares, su semblante serio y triste se convierte en miedo. Ruega por su vida, presenta rendición cuando nadie más que el general Smith y su escuadrón pueden oírlo. Por un segundo, tirado en el suelo de rodillas y con las manos en la nuca, cree que el general está considerando dejarlo vivo. Smith sonríe y mira a un hombre un poco más bajo que él.
—Hernández, ¿quiere hacer los honores?
El hombre, de aspecto hispano y con marcado acento contesta:
—Si me lo permite, señor.
—Adelante. Pero no manche la alfombra.
Hernández se acerca y ante la cara aterrorizada de Trump, aprieta la mandíbula. La venganza no lo llevará a nada, pero necesita hacerlo pagar. Pone sus manos a los costados de la cabeza del rubio, se agacha para besar su frente y un crack es todo lo que se escucha. Porque, fuera, ya no hay gritos. Las voces de los sargentos ordenan a la población las medidas que deben tomar, de que se tratará todo. Y así, después de Rusia hace dos días, de China y Corea el anterior, cae, hoy, Estados Unidos. En las garras de sus propios defensores. Y los días venideros sólo se resumen en el mundo sometiéndose ante el poder de sus ejércitos y de la Iglesia. Y caos, mucho caos.
Viernes 30 de noviembre de 2018



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